El hastío escapa de sus pulmones en forma de un largo suspiro. La decisión es irreversible.
Ha cruzado el imaginario muro de hormigón que separa lo que es legal de lo que no. Acude al desorden de la ropa sobre la cama, coge su bolso, busca en él con manos nerviosas. Extrae la ampolla autoinyectable. Le tiembla el pulso. Antes de poder arrepentirse, se obliga a clavársela en el brazo. El corazón a punto de escapar de su busto esculpido por la genética.
Ya está hecho. La dosis haría su efecto pronto. Eran nanoides de origen africano, programados en algún laboratorio clandestino de Ciudad Nadie para actuar como radicales libres.
Ante el espejo, El Ser Perfecto Nº 33.72.1 -apodado Lucía- vuelve a verse pasados unos minutos. Los ojos amenazaban lágrimas de emoción. La piel comienza a verse surcada de leves arrugas, líneas de expresión, ideogramas olvidados del alfabeto del Tiempo. Sonríe. Lo ha conseguido. Por fin es diferente.
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