Considerables particularidades caracterizaban a aquel hombre marchito, que pese a su carencia de achaques se precipitaba hacia el umbral de una segunda madurez. Bajo la amplitud de su regia túnica se encontraba una criatura huesuda, de aspecto apocado y decrépito, un árbol torcido y nudoso que a causa de su rigidez amenazara con quebrarse. La acentuada lividez de aquel anguloso rostro, consumido y caduco, parecía exponerlo como el desafortunado superviviente de una violenta erosión. Sólo en la fría dureza de sus escrutadores ojos se asentaba el último reducto consagrado a su tiránica supremacía, lugar desde donde proclamaba el desprecio y resentimiento que hacia el resto del mundo sentía. Cualquiera que ávido de curiosidad se hubiera atrevido a asomarse a ellos, habría advertido en la fijeza de su mirar una seguridad manifiestamente insólita, surgida de la nada para alimentar un ego insaciable que no tardó en adoptar forma definida. Y así fue como a lo largo de los años creció, hasta concebir la infranqueable coraza interior que con orgullo portaba.
Constantes y encarnizadas fueron las batallas en las que habría de lidiar para cosechar victorias. Conduciéndose con la firmeza de un general siempre dispuesto para acaudillar con singular maestría profusos y compactos ejércitos de palabras difíciles de acallar, con las que este antiguo bastión protocolario era capaz de despedazar, sutilmente y a la vista de todos, al más encomiable adversario.
Reiterados triunfos lo hicieron merecedor de tan consabida gloria, dejando a su paso una acentuada estela de temor y admiración, induciendo a los huéspedes enviados a esta casa a solicitar ser tutelados por él. Sin haber llegado al término de sus días, aquel verdugo de voluntades ya se había hecho merecedor de que su nombre fuera evocado por propios y ajenos; no habiendo de faltar valedores de su memoria llamados a narrar como improvisados trovadores un interminable cúmulo de gestas dejadas a su paso, en las que el grado de admiración o desprecio atribuido dependerá únicamente de la procedencia del historiador.
En cualquier caso no cabe el extenderse mucho más, puesto que por pocas que fueran, demasiadas serían las palabras empleadas para un hombre que se entregó en vida a enmudecer a los demás. Es por ello que trataré de abreviar en lo que resta, sin entrar en más detalles que los necesarios.
Dadas las circunstancias, habría de ser el prolífero eco otorgado por su renombre, quien se encargó de que su reputación no estuviera exenta de presas.
De todas partes acudieron enjambres de codiciosos diplomáticos, que privados de sensatez venían a gallear ante él; neófitos cazadores dotados de un arrojo absurdo, que se precipitaban al enfrentamiento para inmolar la escasa reputación que hubieran podido adquirir, en un vano intento de cobrar una pieza que les reportaría el reconocimiento de sus casas.
Solo el que hoy regenta La Casa de Alerna consiguió, además de resistir, llevándose consigo su dignidad intacta, salir airoso de un reñido encuentro, siendo de entre todas las confrontaciones, la que perdura en el recuerdo como la más encarnizada.
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